Una tarde cualquiera estaba conduciendo por una calle marginada de la ciudad de Worcester. Me había perdido buscando una gasolinera y, como el tanque del carro estaba prácticamente vacío, ocurrió lo inevitable: quedé varada a medio camino de mi casa.

Desconcertada, preocupada y con mucho temor, me bajé del auto. Miré a todos lados. No había ninguna persona fuera de sus casas que pudiera ayudarme. Quise encender las luces intermitentes del carro, pero estas estaban prácticamente muertas. Entonces, me salí del carro y fui en busca de ayuda. Serían alrededor de las seis de la tarde. Había llovido mucho. Eso explicaba por qué no había gente en la calle. Caminé casi una cuadra tocando puertas una por una, y nada. Nadie abrió. La preocupación llenó mi pecho. Sentía que el corazón se me quería salir del cuerpo. Para colmo, la batería de mi celular estaba muerta. No había manera de comunicarme con alguien o llamar un taxi. Para complicar las cosas, ya oscurecía. Seguí caminando. De pronto, llegué a una casa amarilla de aspecto lúgubre. Había cortinas verdes y grises en cada ventana. La puerta principal daba indicios de no haberse abierto en mucho tiempo. Las plantas y arbustos habían cubierto gran parte del patio. Busqué un timbre. Me topé con uno quebrado y sucio. Había algo en esta casa que me causaba una sensación de misterio indescriptible. Era como si me magnetizara su lúgubre ambiente y al mismo tiempo me golpeara el pecho. Quise correr y no pude moverme. Mi cuerpo reaccionó con un temblor imparable. Para entonces, ya había oscurecido. Quise gritar y no pude. De pronto, escuché un alarmante ruego desde la parte trasera de la casa,”¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! ¡Sáquenme de aquí! ¡Me tienen preso! ¡Por favor! ¡Ayúdenme!” Era la voz de un hombre. Tenia un tono agonizante. Quise responderle pero fue inútil. Mis cuerdas vocales se habían enmudecido. Mi cuerpo se había paralizado. El hombre seguía gritando. Me pareció la voz de un viejo. Mi corazón deseaba ayudarlo, pero mi cuerpo me traicionó. Sin querer, había olvidado la razón por la que había ido a esa casa. Buscaba a alguien que me ayudara con el carro y necesitaba un teléfono para llamar a mi hijo. Y ahora, estaba atrapada en un miedo electrizante. Inmóvil ante la tenebrosa voz de alguien encarcelado en un cuarto o un sótano dentro de la casa amarilla.

¿Será todo una broma de mal gusto? Pensé. Pues, no lo parecía. Era tan real como los escalofríos que congelaban mi cuerpo… Como saber que quería gritar y no podía… Como querer correr de allí y que mis piernas no respondieran. Entonces ocurrió un milagro. Como enviada de Dios, una mujer apareció de la nada con un bebé en los brazos. «¿Busca a alguien?», me preguntó. Mis síntomas de parálisis desaparecieron súbitamente. Caminé hacia ella y hacia el bebé. Pude hablar y le dije que andaba en busca de ayuda porque mi carro no tenía gasolina. Me dijo que podía prestarme su celular, pero me pidió que me alejara de esa propiedad, que todo ahí era peligroso. Me contó que la casa llevaba años vacía y que nadie en el vecindario se atrevía ni siquiera a mirarla. En segundos sacó el celular de su bolso y me lo prestó. Como ya era de noche, decidí llamar un taxi, el cual llegó en cuestión minutos. Le di las gracias a la mujer que, a mi parecer, fue un ángel que me salvó de un verdadero desastre.

Al día siguiente fui a buscar el carro y todo volvió a la normalidad; bueno, eso pensé…

Una semana más tarde, mientras leía el Telegram and Gazette, reconocí la casa amarilla del otro día. Había una foto de ella en la primera página del periódico, y decía, “Encuentran hombre muerto en el sótano de una casa en la Calle Borges”. El cuerpo era de un hombre de sesenta y cinco años de edad. Había sido brutalmente abusado con descargas eléctricas, quemado con agua hirviendo y cigarrillos; también le habían amputado varios dedos de la mano izquierda; y para desaparecerlo, lo habían incendiado con gasolina. ¡No podía creerlo! Pero mi sorpresa fue aún mayor, y más escalofriante, cuando leí que la persona que había perpetrado todo ese abuso era la misma mujer que me había prestado el celular esa noche. Era la esposa de la víctima. ¡Volví a paralizarme y a quedarme sin habla! ¡Estaba perpleja!

Desde ese momento, la noticia no me dejó tranquila. Podría haber hecho algo por el hombre y no lo hice. Pensé: «Si tan solo hubiera sido más valiente, si tan solo… habría salvado la vida de ese pobre hombre.» Ahora era demasiado tarde. El pobre viejo estaba muerto; la asesina estaba presa; y yo estaba retorciéndome de remordimientos.