Al bajar la cuesta de la vida, todo padece algo. Los pensamientos son más filosóficos. El cuerpo es más polémico. Las esperanzas se disipan cínicamente. El sueño se encoge y es más sensible al día. El corazón se encallece. Los dos pilares de mármol que antes nos mantenían fuertes y orgullosos, ahora tambalean ante el menor ruido. Los años duelen. La orquestación de largas veladas se reducen a una ventana con una silla y un cuerpo taciturno, solitario.
Al bajar la cuesta de los años todo padece algo. Los lentes zoom y telescópicos son ahora uno solo, un macro barato que a puras penas enfoca el sujeto. Aquello que se cachaba con una mano, ahora a penas lo puede sostener con las dos. Las noticias maléficas y moribundas llaman al teléfono insistentes. Todo se escasea. Al bajar la cuesta el tiempo no se cristaliza. Es más, nos llega de prisa. Ante tal impacto, unos logran mantenerse en pie, mientras que otros se resbalan, y ya no hay cuesta arriba. ¡Qué irónica es la vida! De jóvenes queríamos volar velozmente; y ahora de viejos, queremos congelar el tiempo.
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