Caminé hacia la ventana que da a la calle. Me detuve a ver la lluvia caer. Ya era de tarde; las cinco, digamos. Los carros pasaban muy deprisa. Y desde la esquina del ojo izquierdo, divisé a una chica caminar en el andén. Me volteé a verla. No llevaba un paraguas y aún llovía fuerte. Pasaría frente a mi casa en cualquier momento. Había un árbol ancho de por medio de mi vista y la chica. Esta no pasó. “Se habrá detenido”, pensé. Transcurrieron los segundos y nada. La chica no pasó. Tampoco la vi retroceder. Ya curiosa, me dirigí a la otra ventana. Esta sí tenía una vista perfecta a donde debería estar la chica. No estaba allí. Desconcertada, me pregunté, “¿habrá sido un fantasma? ¿Me la habré imaginado?”. Esperé unos segundos más, tratando de hallar lógica en todo esto, salí a la calle, me dirigí al árbol pero, no había absolutamente nadie. La chica había desaparecido así por así frente a mis ojos. ¡No lo podía creer! La voz del raciocinio me gritaba, “¡Nunca la viste!”. Y mi otro yo me decía, “quizá fue un fantasma”. Confusa, volví a la ventana y, para mi sorpresa, vi a la chica otra vez. Pasó frente a mi casa. Era la misma persona. Alta, joven, de cabello rubio, medio gordita, sonriente. Cruzó la calle, y se perdió en la distancia. Me quedé estupefacta. Fue un hecho insólito.
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