“¡Felicidades!”, me dicen, por haber completado una meta más. Sin embargo, el vacío sigue presente. No hay alegría en mis pupilas. Con cortesía respondo, “Gracias”. No obstante, es obvia la tristeza. Debería llorar de emoción como cualquier otra persona lo haría. Pero no yo, y es que encierro un desconcierto más profundo que el espíritu que me sostiene viva. Son esos sueños que nacieron en mí de niña. Sueños inalcanzables, hasta impensables; que, a pesar de haber logrado muchos de ellos, el espíritu me dicta que siga y que siga. Y estoy cansada. La inconformidad abriga cada célula de mi mente, y el cuerpo me susurra que ya no puede. Entonces, una maestría universitaria no es mucho para mí. La vocecita de mi niñez me grita: “¡Aún hay más!”
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